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lunes, 19 de diciembre de 2011

19 y 20 DE DICIEMBRE Y LA ESQUIZOFRENIA

Por estos días parece que hace diez años todos éramos militantes de la causa popular, nacional y revolucionaria, la teníamos clarita, y estuvimos a punto de dar la vida en las plazas de la Nación en llamas, a un tris de disolverse. Mi experiencia en ese diciembre, hace diez años, fue dolorosa, dura, en lo personal, y fue un pico alto en una crisis de conciencia política que venía arrastrando desde los ‘90. 
Desde el comienzo del sistema privado de jubilaciones y pensiones yo trabajé en una AFJP; cabeza de familia, con cuatro hijos chicos, surgió esa posibilidad a principios de 1994 y obtuve un puesto en una de las tantas que fueron quedando en el camino, por las sucesivas fusiones que se produjeron, las grandes se tragaron a las pequeñas.

Fui militante desde mi adolescencia hasta fines de los 80; decepcionada del peronismo, me acerqué al Frente de Izquierda Popular, de Jorge Abelardo Ramos, que en 1987 pasó a llamarse Movimiento Patriótico de Liberación, con una reivindicación bastante indigerible para mí, de las Fuerzas Armadas y de la guerra de Las Malvinas de 1982, pero bueno, no es el tema que quiero tocar ahora. Luego vino el menemismo, y el Colorado Ramos se volvió peronista de Menem, ahí, casi al final de su vida, defeccionó, obtuvo la Embajada de México entre 1989 y 1992. 
Recuerdo muy bien un congreso del partido en Mar del Plata, en el invierno de 1989, en el que "arengó a la tropa" para que apoyáramos a Menem... fue mi última incursión en la política de manera formal. Mi decepción fue enorme; me volqué a escribir, a aprender técnicas artesanales para subsistir, me resultaba muy difícil conseguir un trabajo formal con mi prole a cuestas. 
Dos años antes, habrá sido en abril de 1987, en una reunión política del MPL en Morón, (fui con mi marido, quien ya estaba enfermo y moriría el 20 de junio de una leucemia feroz), a pocos días de Semana Santa y el famoso "La casa está en orden" de Alfonsín padre, un compañero habló de que se venía para la Argentina el sistema privado de jubilaciones, copiado del modelo chileno. Y así fue nomás, seis años después se sancionó la Ley 24.241, y se crearon las AFJP. 

Ingresé a trabajar en una de ellas, sabiendo que se trataba de un régimen perverso que venía a destruir el antiguo sistema solidario de la seguridad social, ahora sólo podrían jubilarse quienes aportaran de manera continua entre los 18 y los 60 o 65 años, en un país donde la desocupación y el trabajo en negro crecían vertiginosamente, un país des-industrializado, las empresas estatales privatizadas, los ferrocarriles devastados, cientos de miles de desocupados transformados en remiseros y kiosqueros... Por esta conciencia de dónde me encontraba fue que nunca pasé de ser una empleada del montón, me debatía entre la necesidad del sueldo a fin de mes y formar parte de una maquinaria  monstruosa. Participé de tímidos y frustrados intentos de conformar un sindicato de empleados de AFJP, pero el miedo al despido era tan grande que todo se disolvía antes de concretarse, la amenaza, el control, la persecución, real o imaginaria, estaban siempre latentes. A supervisores y jefes llegaban quienes estaban dispuestos a cumplir los designios del sistema, salvo dolorosas excepciones de personas bien intencionadas que terminaron enfermándose y perdiendo el trabajo, pero con la dignidad en alto. Las diferencias entre los sueldos de los empleados rasos y los jefes y gerentes eran de una proporción astronómica.
El 30 de noviembre de 2001 ya había empezado la corrida cambiaria, los asuetos bancarios, se decretó el “Corralito”, el clima social estaba enrarecido, y, como ya era costumbre, las sedes de las AFJP eran blanco de protestas de jubilados. Ese día, nuestra jefa, una contadora con la camiseta de la empresa bien puesta, diría, tatuada en el cuerpo, nos reunió a todos para informarnos que a partir de ese momento, dejarían de pagarse las horas extras, lo cual no significaba que si había que trabajarlas, pudiéramos negarnos, no señor; solamente se nos ofrecía una compensación en tiempo, si acumulábamos extras podíamos tomarnos algún día para fines personales.

Ese viernes ya teníamos planeado con un grupo de compañeros, ir a tomar algo a un bar de Puerto Madero, para disfrutar del "Happy Hour". No fue lo que se dice una actividad militante, ni mucho menos. Buena cerveza tirada, algunos tacos mexicanos y otras delicias, no celebrábamos otra cosa más que la amistad. Llegué muy tarde esa noche a mi casa, la segunda de mis hijas había salido para reunirse con sus amigas, y su novio, a su vez, se fue con sus amigos a un boliche de San Miguel. El sábado me levanté muy temprano porque quería acompañar a mi hijo a un campeonato de fútbol en su colegio, y así fue que volví cerca de las tres y media de la tarde, para encontrarme con la atroz noticia de que Hilario, el novio de Celia, había muerto esa madrugada, en un accidente automovilístico, al regresar (alcoholizado, conduciendo el auto de su padre) de esa salida con amigos. El mundo doméstico se derrumbó en ese fin de semana, y mi prioridad como madre era sostener a esa jovencísima viuda, que por esos días se preocupaba por el color del vestido para su fiesta de egresados... Mi preocupación no descansaba, vigilaba todo el tiempo la conducta de esa casi nena que se había portado como una mujer fuerte y madura durante todo el doloroso proceso en el que murió uno de los chicos que acompañaban a Hilario, y otro pasó varios meses en coma. Ella estuvo comprometida con ese drama en todo momento, con su grupo de amigas que se comportó maravillosamente. 
El 19 de diciembre, antes de las 9 de la mañana, cuando atravesé la Plaza de Mayo para llegar a mi trabajo, a dos cuadras, había mucha gente reunida y vi a algunos personajes conocidos, como Adolfo Pérez Esquivel, como Joaquín Morales Solá, Luis Zamora, el agua, el aceite, en fin... En la oficina escuchaba la radio, una FM que daba noticias alarmantes sobre los saqueos en el Gran Buenos Aires; por teléfono, mi hija mayor me informaba sobre lo que ocurría en Hurlingham, en el que era supermercado Norte, y de los ómnibus que recogían gente, inclusive en la cuadra donde vivíamos, para participar de los saqueos (la gran pregunta que nos hacíamos era quién contrató esos ómnibus)

Por temor a los ataques al edificio de Orígenes AFJP, pasado el mediodía nos dieron asueto, y también se suspendió la fiesta de fin de año de la empresa que sería esa noche, o la siguiente, no recuerdo bien. Cuando salí a la calle vi las veredas de la calle Balcarce al 300 rotas, faltaban pedazos de baldosas que eran utilizados como proyectiles contra la policía. En la esquina de Avenida Belgrano y Defensa, un automóvil incendiado. Recuerdo muy bien una sensación física, en la garganta, en el pecho, una mezcla de desazón y euforia, deseos reprimidos de tomar un pedazo de baldosa y arrojársela a algún símbolo de ese país que se estaba cayendo, pero mi opción no fue el heroísmo por esos días.

El subte no llegaba hasta Plaza de Mayo, y las vallas impedían avanzar hacia el lado de Corrientes. Una compañera que vivía en Ramos Mejía me acercó en su auto hasta Gaona y Vergara, donde tomé el colectivo para llegar a mi casa. La televisión sólo transmitía noticias, desde los lugares de los saqueos, y desde el centro de la ciudad, donde ya había represión a los manifestantes, la policía montada con su habitual prepotencia y furia homicida hacia los transeúntes, los gases lacrimógenos, los motoqueros dando vueltas enfrentándose a la policía, caos social, violencia. En casa, mi hija, la que más me requería por esos días, estaba enferma, uno de esos virus como la mononucleosis, o algo que nunca terminó de definirse, pero ese día, 19 de diciembre, tuve que llevarla a una guardia médica para que la atendieran. Reposo, hidratación, nada más, pero al fin su cuerpo había acusado el golpe terrible recibido días atrás.

El 20, jueves, fui a trabajar y los destrozos en la plaza y alrededores eran tremendos; restos de incendios,  veredas rotas, una palmera que vi arder por la televisión la noche anterior estaba toda chamuscada, frente al Banco Nación. También ese mediodía nos dejaron ir temprano, nuevamente mi compañera me acercó en su auto. En casa temprano, con mis cuatro polluelos, enterándonos de la tragedia por la radio y la tele. Vi a un vecinito que arrojaba piedras en los alrededores del Mc Donald's cerca del obelisco, el hijo de un antiguo compañero de militancia, al que por suerte no le ocurrió ninguna desgracia. Pero ya había varios muertos en la ciudad de Buenos Aires y en el resto del país. De la Rúa renunció y se fue con su indignidad en el famoso helicóptero, imagen grabada para siempre en la memoria de todos. El 21 no fui a trabajar, nadie fue a trabajar. 
Recuerdo la sucesión de cinco presidentes en pocos días, la arrogancia de Rodríguez Saa vociferando que no pagaría más la deuda externa, y luego la asunción de Duhalde y sus promesas. Ese fin de año fue triste, angustioso. Las estructuras de la Nación se habían tambaleado, en un mundo que se tambaleaba: tres meses antes habían ocurrido los atentados a las torres gemelas en Nueva York, y al Pentágono; mi hermana viajó precisamente en septiembre de 2001 a Gran Bretaña, a estudiar, pero con la esperanza de quedarse allí, porque en Argentina el futuro se presentaba negro. Sin embargo, cuando sobrevino la crisis de diciembre, recuerdo que desde allá se manifestaba desesperada por volver, porque quería ser protagonista en esto desconocido y nuevo que había estallado aquí.
Surgió la esperanza de las Asambleas barriales, concurrí a la que se realizaba en plena plaza de Hurlingham, con Eva, la tercera de mis hijas. A poco andar detecté el ansia de copamiento que mostraban algunos personajes, militantes de partidos de la ultra izquierda que se creyeron que había llegado el soñado momento de la revolución. Ja, qué chasco se llevaron, y qué daño hicieron, espantando a la gente bien intencionada que se acercó a las asambleas. 

Diez años después siento un agradecido respeto por quienes entregaron su vida en aquellos días, pero confieso que recién volví a creer en la política cuando la presidencia de Néstor Kirchner ya llegaba a su fin y se perfilaba Cristina Fernández como su sucesora. En abril de 2008, un año antes de la estatización de los fondos de las AFJP y su disolución, me despidieron, hecho que viví como una liberación. Me indemnizaron y empezó una etapa bastante incierta en lo laboral, que dura hasta hoy. Pero me sentí tranquila con mi conciencia, ya no viviría en la esquizofrenia, ya había criado a mis hijos, cada uno de ellos tenía su independencia económica, ahora correría los riesgos sin involucrarlos. En 2009 dejé de tratar a personas que fueron amigas, pero su definición política, primero con el conflicto por la Resolución 125, y luego con las AFJP marcó la diferencia, y salí ganando.
El 19 y 20 de diciembre de 2001 viví el drama social puertas adentro; no fui una heroína, apenas una mujer común, sobreviviente una vez más, tratando de entender la realidad lo mejor posible. Hoy todo está mucho más claro.