GENOVEVA
Genoveva ha tardado en decidirse a salir, acostumbrada a los males aparentemente graves, pero al fin pasajeros, de su marido. Sin embargo, hoy el termómetro indicaba apenas treinta y seis grados, cuando hasta la madrugada no había bajado de treinta y ocho. Y esa somnolencia extraña del viejo, que con sus ochenta y dos años no decayó jamás, salvo cuando estuvo internado en las sucesivas operaciones de la pierna, resultaba un indicio grave, tal vez el anuncio del fin.
Retiró el termómetro y verificó la temperatura; luego hizo descender el mercurio, como cuando los hijos eran chicos y ella les controlaba la fiebre, en las interminables madrugadas de sarampión y paperas. Con el dorso de la mano rozó la frente de César. Está frío, pensó, y se dio cuenta de que no sentía ninguna emoción. Se quedó mirándolo: estaba pálido, él que siempre tuvo el color subido; la respiración, apenas perceptible. Apagó la luz de arriba y dejó el velador encendido. Al pasar por el comedor, el reloj cucú que trajo Carlitos de Venezuela dio las seis y media. Ya era de noche. Cerró y trabó los postigos meticulosamente. ¡Con las cosas que pasan! Una casa con dos viejitos solos es blanco fácil para criminales. Volvió al dormitorio y se acercó a la cama.
- Voy a pedirle el teléfono a Alicia- dijo.
Pero César no contestó. Dormía con la boca entreabierta, respirando tenuemente. Recordó los primeros ronquidos que habían formado parte del paulatino desencanto, medio siglo antes. Entonces comenzaron a encadenarse recuerdos: las borracheras al regresar de alguna peña, y ella sola con Susy y Carlitos, muerta de miedo en este barrio que entonces era tan distinto al de ahora, con el conventillo lleno de matones. Después fueron llegando los buenos vecinos: Charo y Marcos, Armando y la finada Anita, Alicia, don Martín, don Francisco que puso el almacén... Y vino la luz de mercurio, allá por los sesenta, y el asfalto.
Desencantada y todo, ya en el ’55, jamás hubiera pensado en separarse: eso era cosa de actrices y de locas, no de la esposa de un militar que queda rengo a causa de los bombardeos de la Libertadora. Esquirlas, qué palabra rara, ella nunca la había escuchado. Cómo se asustó cuando vinieron a avisarle: corrió a buscar un taxi, alguien que la llevara al Hospital de Campo de Mayo.
Pero ahora, qué va a correr, con esas piernitas flacas de diabética. ¿Cuántas veces se cayó en los últimos dos años, y eso que camina tan despacio? Recuerda: se acabó el peronismo, a César lo ascendieron y le dieron el retiro. Tuvieron un mejor pasar económico, pusieron el negocio, compraron muebles nuevos y después la casita en San Bernardo. Ella quería el teléfono, pero César siempre se opuso. Ahora no tendría necesidad de salir con este frío a molestar a los vecinos.
Abrió el ropero y descolgó el tapado gris. Del segundo cajón sacó la bufanda verde. Se estaba abrigando cuando escuchó maullar a Isaac en la ventana de la cocina. Ese gato era su única manifestación de ternura. Lentamente caminó hacia la puerta del fondo y lo hizo entrar.
- Pobre mishi, tenés hambre. Hoy te llamé para comer y no viniste. ¿Qué estabas haciendo, eh, noviando por ahí?
Había olvidado los anteojos sobre la mesa de luz, junto al termómetro. ¡Cómo duelen esos dedos del pie derecho! El doctor le ha dicho que si no se cuida va a terminar con gangrena. Cuidarse... Sí, y cuidar al viejo, como antes a los hijos. Y a Genoveva, ¿quién la cuida? Susy, con su casa y su trabajo apenas tiene tiempo para venir. Y Carlitos, siempre de gira con el conjunto. Salió medio loco ese hijo, pero ha actuado muchas veces en Cosquín. Es lindo el folclore, sí, es lindo ver a Carlitos por televisión. Pero también trae recuerdos amargos: las peñas de las que César volvía borracho; las locas esas con las que, rengo y todo, bailaba. ¿Solamente bailaba? Ella nunca hizo escándalo, pero sabía que hasta los buenos vecinos hablaban de sus cuernos.
Tampoco hay luz en la casa de Alicia. Con dificultad abre la puerta de la verja y llega hasta la entrada. Golpea débilmente con sus nudillos quebradizos. Trata de escuchar algún indicio que venga desde el interior. No hay nadie. “Tengo que llamar a Susy, que venga con el auto”, piensa en forma mecánica. En el fondo siente como un alivio cuando se convence de que no hay gente en lo de Alicia. Se ve sola en medio de esta noche de principios de invierno y le gusta la soledad. Piensa en César, tendido en la misma cama que estrenaron hace cincuenta y dos años, a media cuadra de donde está parada, y empieza a sentirse liviana, como si un enorme peso que hasta ese momento le oprimía los hombros, el cuello, la espalda, de pronto hubiera sido arrojado lejos.
Lentamente se encamina hacia lo de Juan, que también tiene teléfono y en ocasiones le ha permitido hablar. Está la persiana a medio bajar, y se ve luz en el living. Hay gran bullicio: el televisor encendido, los chicos que gritan, ríen, pelean. La mamá que promete una cachetada. Genoveva cierra el puño y toca la puerta tres veces. Espera: nadie atiende. Insiste y escucha. Está terminando el noticiero de las siete.
Tiene las manos frías y las mete en los bolsillos del tapado. Encuentra una moneda de un peso. Y como ya sus ojos miopes están acostumbrados a la oscuridad, vuelve a la vereda y se va, despacito, al kiosco de la esquina, a comprar ese chocolate con pasas de uva que tanto le gusta y que el doctor no le deja comer.