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martes, 28 de junio de 2011

HISTORIAS DE BARRIO

GENOVEVA


Genoveva ha tardado en decidirse a salir, acostumbrada a los males aparentemente graves, pero al fin pasajeros, de su marido. Sin embargo, hoy el termómetro indicaba apenas treinta y seis grados, cuando hasta la madrugada no había bajado de treinta y ocho. Y esa somnolencia extraña del viejo, que con sus ochenta y dos años no decayó jamás, salvo cuando estuvo internado en las sucesivas operaciones de la pierna, resultaba un indicio grave, tal vez el anuncio del fin.

Retiró el termómetro y verificó la temperatura; luego hizo descender el mercurio, como cuando los hijos eran chicos y ella les controlaba la fiebre, en las interminables madrugadas de sarampión y paperas. Con el dorso de la mano rozó la frente de César. Está frío, pensó, y se dio cuenta de que no sentía ninguna emoción. Se quedó mirándolo: estaba pálido, él que siempre tuvo el color subido; la respiración, apenas perceptible. Apagó la luz de arriba y dejó el velador encendido. Al pasar por el comedor, el reloj cucú que trajo Carlitos de Venezuela dio las seis y media. Ya era de noche. Cerró y trabó los postigos meticulosamente. ¡Con las cosas que pasan! Una casa con dos viejitos solos es blanco fácil para criminales. Volvió al dormitorio y se acercó a la cama.

-          Voy a pedirle el teléfono a Alicia- dijo.
           
Pero César no contestó. Dormía con la boca entreabierta, respirando tenuemente. Recordó los primeros ronquidos que habían formado parte del paulatino desencanto, medio siglo antes. Entonces comenzaron a encadenarse recuerdos: las borracheras al regresar de alguna peña, y ella sola con Susy y Carlitos, muerta de miedo en este barrio que entonces era tan distinto al de ahora, con el conventillo lleno de matones. Después fueron llegando los buenos vecinos: Charo y Marcos, Armando y la finada Anita, Alicia, don Martín, don Francisco que puso el almacén... Y vino la luz de mercurio, allá por los sesenta, y el asfalto.

Desencantada y todo, ya en el ’55, jamás hubiera pensado en separarse: eso era cosa de actrices y de locas, no de la esposa de un militar que queda rengo a causa de los bombardeos de la Libertadora. Esquirlas, qué palabra rara, ella nunca la había escuchado. Cómo se asustó cuando vinieron a avisarle: corrió a buscar un taxi, alguien que la llevara al Hospital de Campo de Mayo. 

Pero ahora, qué va a correr, con esas piernitas flacas de diabética. ¿Cuántas veces se cayó en los últimos dos años, y eso que camina tan despacio? Recuerda: se acabó el peronismo, a César lo ascendieron y le dieron el retiro. Tuvieron un mejor pasar económico, pusieron el negocio, compraron muebles nuevos y después la casita en San Bernardo. Ella quería el teléfono, pero César siempre se opuso. Ahora no tendría necesidad de salir con este frío a molestar a los vecinos.
Abrió el ropero y descolgó el tapado gris. Del segundo cajón sacó la bufanda verde. Se estaba abrigando cuando escuchó maullar a Isaac en la ventana de la cocina. Ese gato era su única manifestación de ternura. Lentamente caminó hacia la puerta del fondo y lo hizo entrar.

-    Pobre mishi, tenés hambre. Hoy te llamé para comer y no viniste. ¿Qué estabas haciendo, eh, noviando por ahí?

        Dejó al gato comiendo entre ronroneos y cerró la puerta de calle. Atravesó el porche y salió por el camino de lajas hacia el portón de hierro. Trabó el candado y se puso a caminar por la vereda. Toda la cuadra estaba a oscuras por culpa de un automovilista borracho que esa madrugada derribó uno de los postes, gracias a Dios no andaba nadie por la calle. A las siete de la tarde era una boca de lobo.
Había olvidado los anteojos sobre la mesa de luz, junto al termómetro. ¡Cómo duelen esos dedos del pie derecho! El doctor le ha dicho que si no se cuida va a terminar con gangrena. Cuidarse... Sí, y cuidar al viejo, como antes a los hijos. Y a Genoveva, ¿quién la cuida? Susy, con su casa y su trabajo apenas tiene tiempo para venir. Y Carlitos, siempre de gira con el conjunto. Salió medio loco ese hijo, pero ha actuado muchas veces en Cosquín. Es lindo el folclore, sí, es lindo ver a Carlitos por televisión. Pero también trae recuerdos amargos: las peñas de las que César volvía borracho; las locas esas con las que, rengo y todo, bailaba. ¿Solamente bailaba? Ella nunca  hizo escándalo, pero sabía que hasta los buenos vecinos hablaban de sus cuernos.
Tampoco hay luz en la casa de Alicia. Con dificultad abre la puerta de la verja y llega hasta la entrada. Golpea débilmente con sus nudillos quebradizos. Trata de escuchar algún indicio que venga desde el interior. No hay nadie. “Tengo que llamar a Susy, que venga con el auto”, piensa en forma mecánica. En el fondo siente como un alivio cuando se convence de que no hay gente en lo de Alicia. Se ve sola en medio de esta noche de principios de invierno y le gusta la soledad. Piensa en César, tendido en la misma cama que estrenaron hace cincuenta y dos años, a media cuadra de donde está parada, y empieza a sentirse liviana, como si un enorme peso que hasta ese momento le oprimía los hombros, el cuello, la espalda, de pronto hubiera sido arrojado lejos.
Lentamente se encamina hacia lo de Juan, que también tiene teléfono y en ocasiones le ha permitido hablar. Está la persiana a medio bajar, y se ve luz en el living. Hay gran bullicio: el televisor encendido, los chicos que gritan, ríen, pelean. La mamá que promete una cachetada. Genoveva cierra el puño y toca la puerta tres veces. Espera: nadie atiende. Insiste y escucha. Está terminando el noticiero de las siete.

Tiene las manos frías y las mete en  los bolsillos del tapado. Encuentra una moneda de un peso. Y como ya sus ojos miopes están acostumbrados a la oscuridad, vuelve a la vereda y se va, despacito, al kiosco de la esquina, a comprar ese chocolate con pasas de uva que tanto le gusta y que el doctor no le deja comer.




viernes, 17 de junio de 2011

RETRATO INFANTIL

Hace una semana asistí a la presentación de un bello libro, "Palabras grávidas", de Carlos Semorile. 


Fue una ceremonia quasi íntima, desarrollada en una sala de la Biblioteca Nacional, pero más bien parecía que estuviéramos en el living de los dueños de casa, es decir, el autor y su esposa, quienes fueron los presentadores. Ella, Sandra, en algún momento se disculpó por ser "autorreferencial", palabra bastante novedosa, al menos no la recuerdo de otras épocas, pero últimamente se la escucha muy a menudo. Algunos periodistas se cuidan de no ser autorreferenciales, es una preocupación relacionada con la objetividad, como si involucrarse afectivamente con ciertos asuntos restara seriedad a sus editoriales. Para un periodista, vaya y pase. Pero en otros ámbitos, ¡bienvenida sea la autorreferencia! En el caso del libro que se presentaba esa tarde estaba más que justificada, precisamente porque el libro fue escrito por  el esposo, pero ella había aportado mucho de su experiencia profesional relacionada con la maternidad.



Esto viene a cuento de mis inquietudes como escritora; siempre está la pregunta de hasta dónde se pueden exponer los sentimientos en primera persona, cuánto de las propias vivencias y de los afectos más entrañables pueden considerarse literatura. Un principio aprendido junto a un maestro como Abelardo Castillo, es que no debe escribirse al calor de una emoción fuerte, porque la pasión juega en contra de la calidad literaria. Pero a fin de contrarrestar esto, es buena la práctica de dejar "decantar" un texto, que repose en el tiempo, y luego ver si resiste la prueba.
Al cabo de veinte años, nada menos, tengo un relato inspirado en una secuencia de dos fotos de mi infancia, tomadas en casa de mi abuela materna, en San Juan. Lo escribí como ejercicio en el taller literario de mi otro maestro, Vicente Zito Lema, para quien era más importante expresar los sentimientos que cualquier rigor literario. 
Hace varios días que estoy pensando en publicarlo, y lo que por fin me decidió a hacerlo es que hoy, escuché a Héctor Larrea hablar con mucha emoción de su necesidad de reencontrarse con el niño que fue... parece que es una necesidad común a todos los seres humanos.


Cuando termines de comer la naranja y se haya ido ese pesado del primo Héctor, que últimamente te ha tomado para modelo para sus fotografías, sin que nadie nos vea, recorreremos la casa de la Mamy (qué ocurrencia ésta de decirle Mamy a la abuela, nada más que para confundir a la gente) ¿Estás lista? Bueno, vamos primero al living. Ya sé que te da miedo entrar solita, porque siempre está cerrado y oscuro, pero ahora estás conmigo, yo te cuido. ¿Esos cuadros? Son retratos de unos tíos que no conociste porque murieron siendo niños. Ahí está Lilita, de pie, apoyada en el brazo de un sillón. Sonríe con sus eternos seis años, la carita bordeada de bucles y la misma sonrisa de todas las mujeres de la familia. En otro cuadro, un poco más arriba, Rodolfo, un bebé gordo y cachetudo. Ambos murieron de fiebre tifoidea, con quince días de diferencia. Pero el rincón preferencial es para Carlos, el más llorado. Tenía veintidós años; en el retrato viste equipo deportivo y luce varias medallas, parado en medio de una pista de atletismo. Había viajado a la paterna Canadá, hablaba inglés a la perfección y era el que se perfilaba como continuador de los negocios familiares. Una peritonitis absurda lo segó.
Clara Celia Cano Caicedo, y sus hermanos Vicente y Dalmiro

Este lugar es triste, hay demasiadas cosas viejas, demasiados recuerdos. Vamos a abrir la ventana. ¡Qué lindo está el solcito! ¿Ves el ciruelo florecido? ¡Cuántas abejas zumbando! Esta calle está asfaltada, no como las de tu barrio, y aquí todo está limpito y en orden. Pasan muchos autos y se escucha el silbato del tren. Shh…¿oís? ¡Caballos! Se acerca una carroza fúnebre. Sí, apretadita contra mí, fijate: seis caballos negros, y el cochero de frac y galera negra. Cómo suenan las herraduras en el pavimento… Detrás van los familiares del muerto, en varios coches. Gente rica, se ve.

Bajemos del sillón y vayamos ahora al comedor. La Mamy está haciendo mucho ruido de platos en la cocina. ¡Vive rompiendo cosas la pobre vieja! Ah…, ya sé, te tienta el teléfono. ¿A quién llamamos? A la tía Chicha, esa antipática que te dice gorda sin una pizca de cariño. Yo marco, vos decile “¿Familia Gallo? ¡Ay, perdón, me equivoqué de gallinero?”
¿Adónde vamos? No, al dormitorio de Héctor no; hay olor a pucho, a hombre, y a vos los hombres te dan miedo. Te gustan pero te asustan, y si alguno se pone muy cargoso, llorás como una sonsa. Vamos al baño. Aquí se puede jugar con la puerta cerrada. Podemos lavar el lavatorio con la esponja y el jabón LUX, y ponernos las cremas de la Mamy. No toques la taza donde deja la dentadura postiza, se puede romper. ¿La escuchaste anoche, cuando se hacía gárgaras? Y ella, como es sorda, ni se entera de que nos reímos a carcajadas.
En el dormitorio de la Mamy vamos a mirarnos en el espejo del ropero. Mirá: así vas a ser dentro de treinta años. Se te va a oscurecer el pelo, y ya no tendrás esos mofletes  que los grandes te pellizcan cuando te dicen “¡qué rica!” Vas a conservar la sonrisa y la mirada franca. Un rictus amargo te bordeará la boca, desde los costados de la nariz, y la marca del ceño empañará tu dulzura.

Esta es la enorme cama de la Mamy. Ahora saco cuentas: hace veintiocho años que enviudó, y conserva esta cama todavía. Aquí es donde llora a sus muertos, y reza el rosario antes de dormirse roncando. Esta pieza parece una capilla, llena de imágenes de vírgenes y santos. A vos te gusta esa Santa Rosa de Lima que ella pone junto al velador y que luego se ve fosforescente cuando apaga la luz. Aquí lo único que tiene vida es la radio. ¿Querés que ponga Radio Colón?  Te gustan las radios de Chile; ahora paso a onda corta: Minería, Cooperativa, Portales… También te gusta la música clásica: El Gran Cañón del Colorado, Scheherazade, por Radio Nacional de Buenos Aires.
Pero apurémonos, pasemos de nuevo por el comedor y salgamos al patio grande. Juguemos con la manguera. Sacate las zapatillas y las medias y mojate los pies, así. Qué lindo es andar descalza… Pero en este patio hay sólo baldosas, no hay tierrita, ni plantas como en tu casa. Bueno, vamos a cerrar el agua. Ya va a ser hora de almorzar. Te acompaño hasta adentro y me voy. No te pongas triste, otro día volveré. Iremos al río, o al fondo de tu casa y comeremos damascos recién cortados. No puedo quedarme porque la mamá y la Mamy no me conocen, y si les digo quién soy no me van a creer, aunque vean que me parezco a ellas y a vos, aunque les cante todo lo que sé de ellas y lo que les va a suceder en los próximos treinta años, con fechas y todo. Hay mucha gente grande que no se rinde ni ante la evidencia y te toma por loca. Chau, te quiero mucho. 


          



jueves, 2 de junio de 2011

CENIZAS

Mi viejo nació el 30 de mayo de 1917; cumplió 83 años, y a los dos días se murió, el 2 de junio de 2000. Estaba sumido desde poco tiempo antes en una demencia senil que lo fue deteriorando día a día. Dejó de ser quien era; cuando salía del baño le decía a mi madre que había un viejo ahí dentro, que lo miraba... no reconocía su propia imagen en el espejo. Y se fue sin que yo pudiera reconciliarme con él, perdonarle sus falencias, pedirle perdón por las mías... Aun así reconozco las cosas que le debo, me identifico con él en muchos detalles de mi vida, tengo ahora una mirada más piadosa sobre sus carencias. Lo recuerdo casi a diario porque me legó el gusto por la música, la poesía, las ansias de conocimiento, la naturaleza, la astronomía, la pregunta filosófica, la sensibilidad social, el interés por la política. Fue un autodidacta polifacético capaz de emprender los trabajos más discímiles: fue relojero, viajante de comercio, horticultor, astrónomo, inventor, poeta, mecánico, pescador, cocinero, gran lector, observador de aves y de insectos, naturalista y botánico, dibujante... Amaba la vida al aire libre y la aventura. Guardo como un tesoro sus poesías, algunas editadas en periódicos o revistas, la mayoría inéditas. Aquí traigo una que me conmovió desde muy chiquita:


PRELUDIO PARA UNA SINFONIA DE LA NOCHE
Aquiétanse por fin las mariposas
En el hondo silencio vespertino,
Y sobre los potreros solitarios,
Acaso en el crepúsculo dormidos,
Como estrellas errantes las luciérnagas
Rasgan el aire sosegado y tibio.
A lo lejos aun silban las perdices
Su amor o su tristeza hechos silbido;
Y los sapos, cantores de la tarde
Luminosa y honda del estío,
Danse a tocar su cascabel sonoro,
En melodioso alarde cristalino
Música de los campos de mi tierra,
A la hora en que el sol, pájaro herido,
Se desploma tras la dura montaña
Y ensangrenta los cielos infinitos.
Silencio...
                Hay un temblor en la melena
De juncos despeinados junto al río:
Sopla la brisa y cállanse los sapos,
Como acatando un ya acordado signo,
Y entonces otros músicos que estaban
En la hierba escondidos
Comienzan a tañer sus instrumentos,
En monocorde, lacerante ritmo:
Se ha iniciado un concierto de langostas,
Con un fondo sinfónico de grillos.
Música de mis valles encantados,
Cuando Venus, con misterioso guiño,
Enciende su fanal sobre el perfil
De acero de los riscos,
A la hora en que el hombre se reencuentra
Sin disfraz ni vestido,
Con su inmenso pasado,
Y está solo, de pie frente al destino.
Voy a marchar. Ya casi no se ven
Las espirales de mi cigarrillo,
Cuando cruza veloz una paloma,
Saeta gris en dirección al nido,
Cortando el arabesco de un murciélago
Por sobre el claroscuro del camino.
Desde un árbol distante lanza un pájaro
Su canto melodioso y dolorido.
Voy a marchar. Diría que me miran las estrellas:
¡La roja Aldebarán, la blanca Sirio!
Se siente en todas partes la presencia
Inmaterial de un hálito infinito...
Y marcho. No sé adónde, pero al irme
Siento que algo profundamente mío
Me abandona, se retrasa y se queda,
Y se hinca en el valle anochecido.
                                  Ramón Fernando Aliaga
Un mes y medio después de su muerte, mi madre y mis hermanas llevaron a esparcir sus cenizas al terruño, a San Juan, a la tierra de la que treinta años antes había salido para no volver más. Yo no pude estar ahí, pero escribí esto en su homenaje:
Cristalino en invierno, el río Sasso corre sin sobresaltos, baja a diluirse en las aguas del río San Juan y luego se extiende entre viñedos y chacras, repartido en acequias y canales. Brillan al sol los cristales del agua risueña, y los peces juegan en el fondo de granito y limo. Estas montañas vieron hace muchos años a un hombre metido hasta las rodillas en el agua por el puro placer de pescar una trucha arco iris, luego arrepentirse y volverla a la corriente. Cielos más jóvenes cobijaron su gozo en comunión con la naturaleza;  cantos rodados menos gastados rugieron movidos por la fuerza poderosa de aquel terremoto del ’65, ahí nomás, del otro lado de la cordillera, removiéndole antiguos miedos. El sol le regaló rojos atardeceres en los que hizo jugar el humo de su cigarrillo mientras una poesía se le iba figurando en el alma, garabateada luego en papel rústico. Un perro abandonado a orillas del río vino sumiso a brindarse por puro afecto a ese hombre, y él, al caer la tarde lo cargó en el canasto de su bicicleta y lo llevó al refugio del hogar. Los sauces llorones renovaron decenas de veces su follaje y le ofrecieron sombra y descanso. El sol y las montañas, sauces y salmones, pinzones azules y rubios benteveos lo saludan al pasar: aquella carne que animó sus huesos, los huesos que soportaron el cuerpo y sus pesares, todo lo que fue un hombre profundo, contradictorio, amoroso y terrible, adusto y tierno, va dispersándose por las aguas del río Sasso convertido en cenizas. Ha empezado su regreso a la tierra, y así como fue humano (tierra que anda), ha vuelto hoy en busca de la quietud secretamente cambiante del suelo. Tal vez encuentre la paz y la felicidad al participar de esa armonía de la naturaleza que siempre lo maravilló, tal vez encuentre al Dios que él imaginó, el hacedor de todas las cosas bellas y buenas, tan otro del dios judeocristiano que lo atormentó y lo volvió ateo. Las tierras que riegan estas aguas, las raíces nutridas por ellas, tienen ahora un halo sagrado.